lunes, 12 de diciembre de 2011

Prólogo de "El Quijote"

Desocupado lector, sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del
entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse.
Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su
semejante. Y así, ¿qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia
de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de
otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su
asiento y donde todo triste ruido hace su habitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad
de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu
son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al
mundo que le colmen de maravilla y de contento. Acontece tener un padre un hijo feo y sin
gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas,
antes las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por agudezas y donaires.
Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de Don Quijote, no quiero irme con la
corriente del uso, ni suplicarte, casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector
carísimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres, pues ni eres su
pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y
estás en tu casa, donde eres señor della, como el rey de sus alcabalas, y sabes lo que
comúnmente se dice, que debajo de mi manto, al rey mato. Todo lo cual te exenta y hace libre
de todo respecto y obligación, y así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere,
sin temor que te calunien por el mal ni te premien por el bien que dijeres della.

Sólo quisiera dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la inumerabilidad y
catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros
suelen ponerse. Porque te sé decir que, aunque me costó algún trabajo componerla, ninguno
tuve por mayor que hacer esta prefación que vas leyendo. Muchas veces tomé la pluma para
escribille, y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y estando una suspenso, con el
papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo
que diría, entró a deshora un amigo mío, gracioso y bien entendido, el cual, viéndome tan
imaginativo, me preguntó la causa, y, no encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo
que había de hacer a la historia de don Quijote, y que me tenía de suerte que ni quería hacerle,
ni menos sacar a luz las hazañas de tan noble caballero. «Porque, ¿cómo queréis vos que no
me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de
tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a
cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo,
pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina; sin acotaciones en las márgenes y sin
anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y
profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos,
que admiran a los leyentes, y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes?
¡Pues qué, cuando citan la Divina Escritura! No dirán sino que son unos santos Tomases y
otros doctores de la Iglesia; guardando en esto un decoro tan ingenioso que en un renglón han
pintado un enamorado distraído y en otro hacen un sermoncico cristiano, que es un contento y
un regalo oílle o leelle. De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo qué acotar en el
margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo en él, para ponerlos al principio,
como hacen todos, por las letras del A B C, comenzando en Aristóteles y acabando en
Xenofonte y en Zoilo o Zeuxis, aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro. También ha de
carecer mi libro de sonetos al principio, a lo menos de sonetos cuyos autores sean duques,
marqueses, condes, obispos, damas o poetas celebérrimos; aunque, si yo los pidiese a dos o
tres oficiales amigos, yo sé que me los darían, y tales, que no les igualasen los de aquéllos que
tienen más nombre en nuestra España. En fin, señor y amigo mío -proseguí-, yo determino que
el señor don Quijote se quede sepultado en sus archivos en la Mancha, hasta que el cielo
depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan; porque yo me hallo incapaz de
remediarlas, por mi insuficiencia y pocas letras, y porque naturalmente soy poltrón y perezoso
de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos.

De aquí nace la suspensión y elevamiento en que me hallastes: bastante causa para ponerme
en ella la que de mí habéis oído.»

El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha

Oyendo lo cual mi amigo, dándose una palmada en la frente y disparando en una larga risa, me
dijo:

-Por Dios, hermano, que ahora me acabo de desengañar de un engaño en que he estado todo
el mucho tiempo que ha que os conozco, en el cual siempre os he tenido por discreto y
prudente en todas vuestras acciones. Pero agora veo que estáis tan lejos de serlo como lo está
el cielo de la tierra. ¿Cómo que es posible que cosas de tan poco momento y tan fáciles de
remediar puedan tener fuerzas de suspender y absortar un ingenio tan maduro como el
vuestro, y tan hecho a romper y atropellar por otras dificultades mayores? A la fe, esto no nace
de falta de habilidad, sino de sobra de pereza y penuria de discurso. ¿Queréis ver si es verdad
lo que digo? Pues estadme atento y veréis cómo en un abrir y cerrar de ojos confundo todas
vuestras dificultades, y remedio todas las faltas que decís que os suspenden y acobardan para
dejar de sacar a la luz del mundo la historia de vuestro famoso don Quijote, luz y espejo de
toda la caballería andante.

-Decid -le repliqué yo, oyendo lo que me decía-: ¿de qué modo pensáis llenar el vacío de mi
temor y reducir a claridad el caos de mi confusión?

A lo cual él dijo:

-Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios que os faltan para el principio,
y que sean de personajes graves y de título, se puede remediar en que vos mismo toméis
algún trabajo en hacerlos, y después los podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes,
ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, de quien yo sé que hay
noticia que fueron famosos poetas; y cuando no lo hayan sido y hubiere algunos pedantes y
bachilleres que por detrás os muerdan y murmuren desta verdad, no se os dé dos maravedís;
porque ya que os averigüen la mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribistes.

En lo de citar en las márgenes los libros y autores de donde sacáredes las sentencias y dichos
que pusiéredes en vuestra historia, no hay más sino hacer, de manera que venga a pelo,
algunas sentencias o latines que vos sepáis de memoria, o, a lo menos, que os cuesten poco
trabajo el buscallos, como será poner, tratando de libertad y cautiverio:

Non bene pro toto libertas venditur auro.

Y luego, en el margen, citar a Horacio, o a quien lo dijo. Si tratáredes del poder de la muerte,
acudir luego con:

Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas,
Regumque turres.

Si de la amistad y amor que Dios manda que se tenga al enemigo, entraros luego al punto por
la Escritura Divina, que lo podéis hacer con tantico de curiosidad, y decir las palabras, por lo
menos, del mismo Dios: Ego autem dico vobis: diligite inimicos vestros. Si tratáredes de malos
pensamientos, acudid con el Evangelio: De corde exeunt cogitationes malae. Si de la
instabilidad de los amigos, ahí está Catón, que os dará su dístico:

Donec eris felix, multos numerabis amicos,
Tempora si fuerint nubila, solus eris.

Y con estos latinicos y otros tales os tendrán siquiera por gramático, que el serlo no es de poca
honra y provecho el día de hoy.

En lo que toca al poner anotaciones al fin del libro, seguramente lo podéis hacer, desta
manera: si nombráis algún gigante en vuestro libro, hacelde que sea el gigante Golías, y con
sólo esto, que os costará casi nada, tenéis una grande anotación, pues podéis poner: El
gigante Golías, o Goliat, fue un filisteo a quien el pastor David mató de una gran pedrada, en el
valle de Terebinto, según se cuenta en el libro de los Reyes, en el capítulo que vos halláredes
que se escribe.

Tras esto, para mostraros hombre erudito en letras humanas y cosmógrafo, haced de modo
como en vuestra historia se nombre el río Tajo, y veréisos luego con otra famosa anotación,
poniendo: El río Tajo fue así dicho por un rey de las Españas; tiene su nacimiento en tal lugar y
muere en el mar Océano, besando los muros de la famosa ciudad de Lisboa, y es opinión que
tiene las arenas de oro, etc. Si tratáredes de ladrones, yo os daré la historia de Caco, que la sé
de coro; si de mujeres rameras, ahí está el obispo de Mondoñedo, que os prestará a Lamia,
Laida y Flora, cuya anotación os dará gran crédito; si de crueles, Ovidio os entregará a Medea;
si de encantadores y hechiceras, Homero tiene a Calipso, y Virgilio a Circe; si de capitanes
valerosos, el mismo Julio César os prestará a sí mismo en sus Comentarios, y Plutarco os dará
mil Alejandros. Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua toscana,
toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas. Y si no queréis andaros por tierras
extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y
el más ingenioso acertare a desearle en tal materia. En resolución, no hay más sino que vos
procuréis nombrar estos nombres, o tocar en la vuestra estas historias que aquí he dicho, y
dejadme a mí el cargo de poner las anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros
las márgenes y de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.

Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen, que en el vuestro os
faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis de hacer otra cosa que buscar
un libro que los acote todos, desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo
abecedario pondréis vos en vuestro libro; que, puesto que a la clara se vea la mentira, por la
poca necesidad que vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada; y quizá alguno
habrá tan simple que crea que de todos os habéis aprovechado en la simple y sencilla historia
vuestra; y cuando no sirva de otra cosa, por lo menos servirá aquel largo catálogo de autores a
dar de improviso autoridad al libro. Y más, que no habrá quien se ponga a averiguar si los
seguistes o no los seguistes, no yéndole nada en ello. Cuanto más que, si bien caigo en la
cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquéllas que vos decís que le
faltan, porque todo él es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se
acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón; ni caen debajo de la cuenta de
sus fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la Astrología;
ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la confutación de los argumentos de quien
se sirve la retórica; ni tiene para qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino,
que es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo
tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo; que cuanto ella fuere más
perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere. Y, pues esta vuestra escritura no mira a más
que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de
caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina
Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la
llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período
sonoro y festivo; pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención;
dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos. Procurad también que,
leyendo vuestra historia el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no
se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de
alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos
caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si esto
alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.

Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal manera se
imprimieron en mí sus razones que, sin ponerlas en disputa, las aprobé por buenas y de ellas
mismas quise hacer este prólogo, en el cual verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la
buena ventura mía en hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar tan
sincera y tan sin revueltas la historia del famoso don Quijote de la Mancha, de quien hay
opinión por todos los habitadores del distrito del campo de Montiel, que fue el más casto
enamorado y el más valiente caballero que de muchos años a esta parte se vio en aquellos
contornos. Yo no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble y tan
honrado caballero; pero quiero que me agradezcas el conocimiento que tendrás del famoso
Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te doy cifradas todas las gracias
escuderiles que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas. Y con esto,
Dios te dé salud, y a mí no olvide. Vale.

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